viernes, noviembre 10, 2006

San Sergio, Santa Irene y otros espacios centrales

- ¿Qué tal sabe esa cosa verde?
Marta señalaba con el dedo uno de los platos que había sobre la mesa mientras miraba a Sergio esperando respuesta. Pero este, parecía no haber escuchado la pregunta y masticaba en silencio con la mirada perdida en el infinito. Yo, que estaba observando la escena, dije:
- Está bueno, se puede comer.
- Y... ¿qué es? – dijo Marta poniendo cara de asco.
- No lo sé.
En realidad no sabía qué eran la mitad de las cosas que había sobre la mesa, y menos aun cómo se llamaban. La verdad es que habíamos elegido los platos al azar. Pero yo probaba de todo. Quería tener una idea general de lo que era la gastronomía turca. Además, me parecía divertido jugar a distinguir sabores.
- Uuum... esto tiene canela – dijo alguien.
- ¿Si? Pues la canela es afrodisíaca – contestó Laura – cuidado con lo que haces esta noche.
Todos, excepto Sergio, reímos. Pensamientos impuros asaltaron mi mente, pero yo me esforzaba en no poner ninguna cara que me delatase. Los veintisiete años no son edad para ser un viejo verde.
A este viaje había venido mucha gente de los primeros cursos, lo cual a mí hacía sentirme mayor, veterano, incluso diría que maduro. La razón era que al otro viaje de estudios, al de Nueva York y Chicago, Analía no había dejado viajar a la gente menor de veintiún años, ya que esa es la edad a la que uno se hace adulto en el país de los sueños. Así que, al viaje de Atenas-Turquía había venido la gente que: o no tenía veintiún años, o no tenía los mil doscientos euros que costaba el viaje a USA. Yo desgraciadamente, pertenecía al segundo grupo. Mi maltrecha economía había tenido que asumir la compra de un nuevo ordenador, tras la inesperada pérdida del viejo Pentium III, aquel fatídico día, mientras regeneraba un plano de urbanística. Los 8.637 KB de líneas, polilíneas, sombreados, tramas, bloques de árboles etc. habían sido demasiado para él.
Así que allí estaba yo, en un restaurante de la plaza Taksim de Estambul, cenando con seis chicas de segundo que había conocido en el avión y mi amigo Sergio, que seguía sin decir ni pío. Sergio y yo éramos amigos desde el viaje que hicimos a Sicilia con la universidad. Una noche en el puerto de Siracusa entre sorbo y sorbo a una botella de limoncelo, nació una amistad que dura hasta hoy. A Sergio le apasionaba la Arquitectura. Se vaciaba en cada proyecto, dándolo todo. Estar al lado de una persona como él, había sido muy motivante para mí y yo lo había convertido en mi guía particular. Tenía muy en cuenta las correcciones que hacía de mis proyectos y seguía sus recomendaciones en cuanto a lecturas, películas y exposiciones, pero jamás en cuanto a música. Porque… ¿quién puede alabar tanto las virtudes del “Trans Europa Express” de Kraftwerk, hasta el punto convertirlo en himno particular? La verdad es que Sergio era un personaje peculiar, de los que la gente llama raro.
Fue en Sicilia precisamente la primera vez que lo vi en uno de esos trances metafísicos en los que se sumía cuando visitaba ciertos lugares. Ocurrió en el teatro de Taormina. Sentado en aquellas gradas por las que habían pasado griegos y romanos, mirando el escenario tras el que se veía la costa y a lo lejos el Etna nevado, sufrió tal shock que se quedó paralizado. Lo recuerdo muy bien porque en ese lugar nos hicimos una foto de grupo. En la instantánea puede verse una persona, sentada unas gradas más arriba que el resto, como si la historia no fuera con ella. Unos meses después, me reí mucho cuando el profesor Garrido contó en clase, que en aquel mismo lugar, en el viaje de despedida a Francisco Javier Sainz de Oiza de la Escuela, éste, al ver un pastor con su rebaño que andaba por allí, comentó: “esto es la arquitectura, convertir un paisaje de cabras en un paisaje de hombres”.
La cena seguía su curso. Los camareros nos agasajaban con bandejas llenas de carnes y pescados de las que nosotros elegíamos directamente señalando con el dedo, así ellos se ahorraban el complicado episodio de explicar lo qué era cada nombre que aparecía en la carta. Los pescados eran pequeños y yo me acordé de un anuncio televisivo de la infancia.
El hecho de que Sergio estuviera tan callado había centrado la atención en mí. Yo me esforzaba en caer bien a las chicas, aunque echaba de menos un poco de vino, que siempre me ayuda a ser más simpático. El privativo precio que tiene el alcohol en Turquía hizo que optáramos por beber agua, lo cual me había hecho pensar que yo nunca viviría en este país. Decidí que después de la comida me tomaría un vaso de “Raki”, una bebida típica que tiene 40º, lo único asequible que se podía pedir.
- ¡Qué callado es tu amigo! – me dijo Eli al oído.
Yo, que ya me había acostumbrado a ser el compañero de alguien tan raro, puse cara de circunstancia y medité brevemente sobre si merecía la pena explicar la razón por la que Sergio parecía tan ausente.
- Es un tío muy sensible – contesté– y visitar ciertos monumentos arquitectónicos le impacta demasiado.
Eli me miraba con cara de asombro pero yo continué. Siempre me siento más cómodo hablando de los demás antes que de mí mismo.
- El año pasado, sin ir más lejos, viajé con Sergio a Roma. Habíamos comprado unos billetes baratos por Internet. Estuvimos cinco días…
El primer día fuimos a visitar el Panteón. Entramos dentro y nos pusimos justo en el centro. Llovía y las gotas de agua se colaban por el óculo de la cúpula. Era un espectáculo maravilloso. Yo estaba comentando algo sobre la ligera pendiente que tenía el suelo para que el agua resbalara hasta unos pequeños agujeros de evacuación. Busqué la cara de mi amigo esperando su asentimiento, pero este seguía con la mirada clavada en el óculo. Entonces Sergio me miró y me dijo: “tío, creo en Dios”. Esta afirmación era cuanto menos sorprendente, ya que Sergio había defendido su ateismo en multitud de animadas sobremesas junto a una botella de pacharán. Yo pensaba que me tomaba el pelo y, aún hoy, creo que no acabo de captar su sentido del humor. Aunque lo cierto es que enmudeció el resto de la tarde.
La cena estaba acabando, y por fin me habían servido el vaso de Raki. Aquello sabía a rayos, pero me propuse beberlo todo. Irene también había pedido un vaso de Raki y lo bebía a pequeños sorbos alternándolo con tragos de agua, que es como se bebe este anís turco. Había estado muy callada durante la cena, pero el Raki parece que le soltó la lengua y empezó a hablar:
- ¿No os ha parecido impresionante Santa Sofía? Yo me he sentido insignificante debajo de la cúpula. Estando ahí, he entendido lo que es un espacio central. Pero lo curioso es que el espacio central se amplía a este y oeste por la adición de unas semicúpulas apoyadas sobre pilares, de manera que se consigue marcar un eje principal. Al norte y al sur, son unos contrafuertes los que recogen el empuje de la cúpula. Por eso la sección longitudinal es ligera y estilizada, siendo la transversal mucho más sólida y maciza. Y todo en un mismo edificio construido hace catorce siglos. ¡Es alucinante! Eso sin hablar de la decoración interior…
Aparté la mirada de Irene un momento para rastrear la cara del resto de comensales. Todos la escuchaban con atención, incluso Sergio, que parecía haber despertado de una vez. Es más, Sergio miraba a Irene con especial interés. Y el brillo de sus ojos delataba una cosa: había encontrado a su media naranja.

Texto presentado en el Primer CONCURSO VIAJES ARQUITECTURA UAX 4x4, con motivo de los viajes que la Escuela de Arquitectura realizó en febrero de 2005 a Turquía-Grecia y Nueva York-Chicago.
El premio quedó desierto en la modalidad de “Escritos”.

Fotos presentadas en el Primer CONCURSO VIAJES ARQUITECTURA UAX 4x4, con motivo de los viajes que la Escuela de Arquitectura realizó en febrero de 2005 a Turquía-Grecia y Nueva York-Chicago.
Puente Galata obtuvo el Segundo Premio en la modalidad de Fotografía.


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